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lunes, 1 de junio de 2015

EL BUEN PARTIDO POPULAR.-

Por :José Iván Rodríguez
Licenciado en Historia.

El buen Partido Popular


Para empezar, dos conceptos complementarios. Por una parte, hace algunos años, el sin igual patriotero por excelencia, Manolo Escobar, cantaba aquello de “el pueblo no se equivoca”; mientras, la mercadotecnia clásica afirma entre sus preceptos que “el cliente siempre tiene la razón”. Ambas expresiones sirven hoy perfectamente para definir las actuales circunstancias, después de las elecciones municipales y autonómicas del pasado 24 de mayo, que han reconfigurado nuestro panorama político e institucional, a la espera de unos pactos que se están negociando con extrema complejidad y múltiples aristas.
Los resultados alcanzados, con el severo varapalo que ha obtenido el Partido Popular en prácticamente todos los rincones del país, son el fruto indisimulado de la propia decisión de los electores, erigidos esta vez en pieza fundamental del sistema, a través de su expresión en forma de voto depositado en las urnas. La formalidad democrática ha llamado a manifestarse a la ciudadanía, y en consecuencia, ésta ha dado su valoración y preferencias, eligiendo una de entre las tantas formaciones que se presentaban a los comicios. La sociedad en conjunto, enfrentada a esta responsabilidad –la de elegir a sus representantes–, valora, reflexiona y finalmente selecciona aquella opción que más le agrada a sus intereses, la que más se ajusta a su filosofía e ideología. Negar esta legitimidad de los votos porque no se ajusten a ciertas premisas, no es otra cosa que negar la propia democracia, faltándole así el respeto a todas las personas que de forma libre se han decantado por cualquier organización, ya sea la que ostenta el poder o alguna que pertenezca a la oposición. Los resultados finales son entonces un reflejo claro del estado de opinión del momento, y cada lugar tiene por tanto los políticos que se merece, porque han sido elegidos en libertad y a conciencia.
Perogrulladas al margen, llama la atención la sorpresiva reacción del PP tras la hecatombe electoral, como si en ninguno de sus cálculos fuera posible tamaño descalabro, como si una ola de injusticia hubiera creado una bomba de racimo que desestructura al partido en todos lados. La imagen de un gigante hincado de rodillas se nos presenta sugestiva.
Sin embargo, visto desde fuera, este suceso se presenta como una lógica intríseca al devenir histórico, relacionándolo con las motivaciones y sentimientos de la sociedad en general, que ha querido imprimir un cambio a la situación socioeconómica que vivimos. Después de unos duros años con el padecimiento de una crisis tan destructiva, sin que todavía podamos percibir de hecho una recuperación efectiva que merezca tal calificativo, los votantes han castigado no sólo los mensajes laudatorios, sino sobre todo una mala praxis llena de soberbia y arrogancia, cuyas recetas, en forma de recortes y exceso de austeridad, de políticas contrarreformistas, negación de la diversidad, recentralización del Estado, trato de favor con los sectores privilegiados, etc., no han conseguido un desarrollo equitativo, apreciable por el común de la gente.
Por eso, fiarlo todo a un problema de oratoria supone un reduccionismo carente de significado, al creer que las políticas llevadas a cabo han sido en efecto positivas, pero se ha fallado simplemente en la comunicación eficaz de los logros. El dislate de esta vaga explicación es máximo, si consideramos también que el propio Partido Popular ha contado a su favor con importantes apoyos mediáticos, desde la televisión y la radio públicas hasta los medios de la Conferencia Episcopal, pasando por algunos diarios de muy dudosa imparcialidad. El plasma, pues, no puede explicar por sí solo la complejidad del asunto.
A todo ello habría que sumar inevitablemente la cascada de asuntos de corrupción que han salpicado y salpican al partido, en varias regiones y con una muy amplia repercusión, hasta cuestionar la mismísima financiación de la organización (véase el caso Bárcenas). Además, la defensa a ultranza de muchos de los afectados por dichas corruptelas, junto a una sensación de impunidad y la falta de medidas higiénicas al respecto, han construido una “marca PP” que, irradiada desde el Gobierno central, ha contagiado a todas las esferas, afectando incluso a administraciones que partían en hipotéticas buenas condiciones para revalidar el mandato, como el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria.
Pero un nuevo Partido Popular es posible y perentorio, o al menos la existencia de alguna otra entidad que englobe esas sensibilidades conservadoras que dice defender. Todo régimen democrático necesita de contrapesos fiables para huir de visiones monolíticas, enriqueciendo la vida política con iniciativas de distinto signo ideológico.
Ahora bien, esta “conditio sine qua non” pasa a mi entender por una refundación total del actual partido, proveniente –recordemos– de aquella Alianza Popular que impulsara el antiguo ministro franquista Manuel Fraga Iribarne. Porque ya no resulta comprensible la perpetuación de unas formas retrógradas, alejadas de las preocupaciones de la gente corriente, y que considera el ejercicio de sus funciones como algo disociado de la población a la que aspira a defender. Falta una mayor cercanía, adoptando la honradez como bandera, con la capacidad y la disposición para entablar el diálogo con los oponentes –nunca vistos como enemigos–. Un partido conservador moderno, que no renuncie a su ideario, pero que nunca roce la extrema derecha ni caiga en trampas anacrónicas, como la de negar el derecho al aborto, la minusvaloración de la violencia machista, el funcionamiento interno oscurantista y “a dedo”, o la desfachatez de actitudes prepotentes. En definitiva, un aparente “buenismo” que en realidad coloque el interés general por encima de los objetivos partidistas.
Esta propuesta ni es imposible ni es quimérica. Algunas personalidades del PP ya han comprendido que el tiempo nuevo de este siglo XXI debe recorrer caminos más conciliadores, más atentos. Cristina Cifuentes, por ejemplo, ha logrado en Madrid capital superar en votos a la ínclita Esperanza Aguirre, con todo lo que eso conlleva en la escala de poder de los populares madrileños, y quién sabe si también de toda España.
A nivel canario, concretamente en lo concerniente al Cabildo de Gran Canaria, José Miguel Álamo y, en especial, Luis Larry Álvarez, que en el área de Cultura y Patrimonio Histórico ha desarrollado interesantes tareas (sobre la Memoria Histórica, por la defensa de un hasta entonces anatemizado Juan Negrín López, etc.), pueden contraponerse a la figura del ministro José Manuel Soria, a favor de aquéllos frente a éste, por su preponderante influencia sin permitir crítica de ningún tipo. Quizá también Marco Aurelio Pérez pueda contarse entre estos “conciliadores”, aunque pertenece en última instancia a Agrupación de Vecinos, o el ingeniense Juan José Gil, que  intentó plantar cara a las prospecciones petrolíferas, y acabó por eso mismo expulsado del partido. Por último, en un escalafón más práctico, dentro de la plancha electoral de Telde hemos encontrado entre sus miembros al intachable Pablo Sánchez Jiménez, un excepcional profesional del sector sanitario y del mundo del deporte.  
Estos nombres, seguramente junto a muchos otros, corroboran nuestra hipótesis de la necesidad de una regeneración profunda, que no debiera soslayarse en ningún caso. La democracia “per se” dicta que los admiradores del neoliberalismo y de los posicionamientos conservadores tienen que verse también reflejados en un partido –o en varios, entiéndaseme el concepto– digno y honesto, mas hoy por hoy el Partido Popular está muy lejos de dicho objetivo. Ciudadanos quiere arrebatarle el predominio. Y en el campo contrincante, Partido Socialista y Podemos se están frotando las manos. Las bases tienen por lo tanto la palabra. Esperemos acontecimientos.
VEGUEROS S.M.