Por :José Iván Rodríguez
Licenciado en Historia.
El buen Partido Popular
Para empezar,
dos conceptos complementarios. Por una parte, hace algunos años, el sin igual
patriotero por excelencia, Manolo Escobar, cantaba aquello de “el pueblo no se
equivoca”; mientras, la mercadotecnia clásica afirma entre sus preceptos que “el
cliente siempre tiene la razón”. Ambas expresiones sirven hoy perfectamente
para definir las actuales circunstancias, después de las elecciones municipales
y autonómicas del pasado 24 de mayo, que han reconfigurado nuestro panorama
político e institucional, a la espera de unos pactos que se están negociando
con extrema complejidad y múltiples aristas.
Los
resultados alcanzados, con el severo varapalo que ha obtenido el Partido
Popular en prácticamente todos los rincones del país, son el fruto indisimulado
de la propia decisión de los electores, erigidos esta vez en pieza fundamental
del sistema, a través de su expresión en forma de voto depositado en las urnas.
La formalidad democrática ha llamado a manifestarse a la ciudadanía, y en
consecuencia, ésta ha dado su valoración y preferencias, eligiendo una de entre
las tantas formaciones que se presentaban a los comicios. La sociedad en
conjunto, enfrentada a esta responsabilidad –la de elegir a sus
representantes–, valora, reflexiona y finalmente selecciona aquella opción que
más le agrada a sus intereses, la que más se ajusta a su filosofía e ideología.
Negar esta legitimidad de los votos porque no se ajusten a ciertas premisas, no
es otra cosa que negar la propia democracia, faltándole así el respeto a todas
las personas que de forma libre se han decantado por cualquier organización, ya
sea la que ostenta el poder o alguna que pertenezca a la oposición. Los
resultados finales son entonces un reflejo claro del estado de opinión del
momento, y cada lugar tiene por tanto los políticos que se merece, porque han
sido elegidos en libertad y a conciencia.
Perogrulladas
al margen, llama la atención la sorpresiva reacción del PP tras la hecatombe electoral,
como si en ninguno de sus cálculos fuera posible tamaño descalabro, como si una
ola de injusticia hubiera creado una bomba de racimo que desestructura al
partido en todos lados. La imagen de un gigante hincado de rodillas se nos
presenta sugestiva.
Sin embargo,
visto desde fuera, este suceso se presenta como una lógica intríseca al devenir
histórico, relacionándolo con las motivaciones y sentimientos de la sociedad en
general, que ha querido imprimir un cambio a la situación socioeconómica que
vivimos. Después de unos duros años con el padecimiento de una crisis tan
destructiva, sin que todavía podamos percibir de hecho una recuperación
efectiva que merezca tal calificativo, los votantes han castigado no sólo los
mensajes laudatorios, sino sobre todo una mala praxis llena de soberbia y
arrogancia, cuyas recetas, en forma de recortes y exceso de austeridad, de políticas
contrarreformistas, negación de la diversidad, recentralización del Estado,
trato de favor con los sectores privilegiados, etc., no han conseguido un
desarrollo equitativo, apreciable por el común de la gente.
Por eso,
fiarlo todo a un problema de oratoria supone un reduccionismo carente de
significado, al creer que las políticas llevadas a cabo han sido en efecto
positivas, pero se ha fallado simplemente en la comunicación eficaz de los
logros. El dislate de esta vaga explicación es máximo, si consideramos también que
el propio Partido Popular ha contado a su favor con importantes apoyos
mediáticos, desde la televisión y la radio públicas hasta los medios de la
Conferencia Episcopal, pasando por algunos diarios de muy dudosa imparcialidad.
El plasma, pues, no puede explicar por sí solo la complejidad del asunto.
A todo ello
habría que sumar inevitablemente la cascada de asuntos de corrupción que han salpicado
y salpican al partido, en varias regiones y con una muy amplia repercusión, hasta
cuestionar la mismísima financiación de la organización (véase el caso
Bárcenas). Además, la defensa a ultranza de muchos de los afectados por dichas
corruptelas, junto a una sensación de impunidad y la falta de medidas
higiénicas al respecto, han construido una “marca PP” que, irradiada desde el
Gobierno central, ha contagiado a todas las esferas, afectando incluso a
administraciones que partían en hipotéticas buenas condiciones para revalidar
el mandato, como el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria.
Pero un nuevo
Partido Popular es posible y perentorio, o al menos la existencia de alguna otra
entidad que englobe esas sensibilidades conservadoras que dice defender. Todo
régimen democrático necesita de contrapesos fiables para huir de visiones
monolíticas, enriqueciendo la vida política con iniciativas de distinto signo
ideológico.
Ahora bien,
esta “conditio sine qua non” pasa a mi entender por una refundación total del
actual partido, proveniente –recordemos– de aquella Alianza Popular que
impulsara el antiguo ministro franquista Manuel Fraga Iribarne. Porque ya no resulta
comprensible la perpetuación de unas formas retrógradas, alejadas de las
preocupaciones de la gente corriente, y que considera el ejercicio de sus funciones
como algo disociado de la población a la que aspira a defender. Falta una mayor
cercanía, adoptando la honradez como bandera, con la capacidad y la disposición
para entablar el diálogo con los oponentes –nunca vistos como enemigos–. Un
partido conservador moderno, que no renuncie a su ideario, pero que nunca roce
la extrema derecha ni caiga en trampas anacrónicas, como la de negar el derecho
al aborto, la minusvaloración de la violencia machista, el funcionamiento
interno oscurantista y “a dedo”, o la desfachatez de actitudes prepotentes. En
definitiva, un aparente “buenismo” que en realidad coloque el interés general
por encima de los objetivos partidistas.
Esta
propuesta ni es imposible ni es quimérica. Algunas personalidades del PP ya han
comprendido que el tiempo nuevo de este siglo XXI debe recorrer caminos más
conciliadores, más atentos. Cristina Cifuentes, por ejemplo, ha logrado en
Madrid capital superar en votos a la ínclita Esperanza Aguirre, con todo lo que
eso conlleva en la escala de poder de los populares madrileños, y quién sabe si
también de toda España.
A nivel
canario, concretamente en lo concerniente al Cabildo de Gran Canaria, José
Miguel Álamo y, en especial, Luis Larry Álvarez, que en el área de Cultura y
Patrimonio Histórico ha desarrollado interesantes tareas (sobre la Memoria
Histórica, por la defensa de un hasta entonces anatemizado Juan Negrín López,
etc.), pueden contraponerse a la figura del ministro José Manuel Soria, a favor
de aquéllos frente a éste, por su preponderante influencia sin permitir crítica
de ningún tipo. Quizá también Marco Aurelio Pérez pueda contarse entre estos
“conciliadores”, aunque pertenece en última instancia a Agrupación de Vecinos,
o el ingeniense Juan José Gil, que intentó plantar cara a las prospecciones
petrolíferas, y acabó por eso mismo expulsado del partido. Por último, en un
escalafón más práctico, dentro de la plancha electoral de Telde hemos
encontrado entre sus miembros al intachable Pablo Sánchez Jiménez, un
excepcional profesional del sector sanitario y del mundo del deporte.
Estos
nombres, seguramente junto a muchos otros, corroboran nuestra hipótesis de la
necesidad de una regeneración profunda, que no debiera soslayarse en ningún
caso. La democracia “per se” dicta que los admiradores del neoliberalismo y de
los posicionamientos conservadores tienen que verse también reflejados en un
partido –o en varios, entiéndaseme el concepto– digno y honesto, mas hoy por
hoy el Partido Popular está muy lejos de dicho objetivo. Ciudadanos quiere
arrebatarle el predominio. Y en el campo contrincante, Partido Socialista y
Podemos se están frotando las manos. Las bases tienen por lo tanto la palabra. Esperemos
acontecimientos.
VEGUEROS S.M.