Licenciado en Historia por la ULPGC
Del centro político y otras ambigüedades
Hace algunos días surgía en los
medios un interesante debate a cuentas del centrismo político, y tras algunos
comentarios se me despertaron las ganas de intervenir en el asunto, ya no como
juez superior o definidor de la controversia, sino simplemente para expresar
también una opinión al respecto, que espero igual de respetable.
La importancia de este tema
cobra sin duda especial relevancia en estos precisos momentos, a las puertas de
unos comicios electorales que, si seguimos las predicciones de las encuestas, a
buen seguro transformarán la configuración del poder y del entramado
institucional, no sólo a nivel local y cercano, sino también en el ámbito
insular y regional, con las consecuentes implicaciones posteriores para toda la
política del país.
En este sentido, la utilización
por parte de algunas organizaciones del adjetivo centrista, como calificativo
limpio para expresar la no radicalidad, aparece sin embargo como una
estratagema que suele esconder obscuros intereses, cuando no una clara
determinación para recoger el favor de distintos tipos de personalidades, sin
la molesta carga de identificarse con una u otra parcela. A todas luces resulta
evidente que se puede ser más o menos moderado, un tímido o un exaltado
irredento, pero jamás puede entenderse que alguien sea meramente de centro, con
una perfecta equidistancia hacia todos los posicionamientos. Sería, en palabras
de Víctor Jara, algo sin “ni chicha ni limoná”.
Ni siquiera el propio estado ha jugado
históricamente ese papel de centralidad, sino que por el contrario ha
favorecido a uno u otro grupo, practicando políticas modernizadoras o
contrarreformistas. Aquí, nuestro
ejemplo más palpable lo encontramos en la extinta Unión de Centro Democrática
(UCD), que recogió en su seno a la rama más conciliadora del post-franquismo,
con Adolfo Suárez a la cabeza, proveniente por tanto del mismo sistema
dictatorial que los vio nacer.
A finales de los años setenta y comienzos de los ochenta del
siglo pasado, era impensable que la transición hacia un régimen democrático en
España fuese desarrollada por un partido específicamente denominado de derechas
–o en su caso, liberal–, sobre todo por los resquemores que pudiera hacer
surgir en cuanto a reanimar el conflicto guerracivilista. Recordemos, así, cómo
la presencia de la CEDA, la Conferencia Española de Derechas Autónomas de José
María Gil Robles, había fagocitado el enfrentamiento entre bandos, siendo por
tanto un peligroso antecedente que pudiera echar por tierra la necesaria
reconciliación nacional tras la muerte del dictador.
Por ello, si la UCD se instituyó como tal, lo hizo motivada
para evitar el encono y la animadversión del contrincante y de los demócratas,
a la vez que servía como atractivo para los todavía afectos al sistema “de los
cuarenta años”, que podían ver en ella a una organización “moderna y
democrática”. En este caso, pues, el centro por sí solo no explica nada, ya que
verdaderamente podría haberse denominado como Unión de Conciliación
Democrática. La desmembración de aquella UCD motivada por luchas intestinas, y
los resultados posteriores obtenidos por el Centro Democrático y Social (CDS),
corroboran esta insuficiencia del centro como vertebrador de algún movimiento,
toda vez que los electores prefieren decantarse por una expresión concreta.
De hecho, la hoy
cuestionada rivalidad entre Partido Popular y Partido Socialista también puede
leerse bajo este prisma, el del posicionamiento específico, ya que hasta hace
unos años los partidarios de uno u otro partido creían estar ubicados en el
binomio izquierda-derecha, por más que ambos partidos colaboraran luego en
establecer un sistema muy parecido al de la Restauración borbónica de 1874, con
el turnismo político como característica clave.
Tal vez haga falta contextualizar un poco
más esta cuestión. Retrocedamos hasta la caída del muro de Berlín y la derrota
del comunismo. Ese crucial acontecimiento, contrariamente a lo que había
defendido con ímpetu Francis Fukuyama y sus seguidores, no acarreó el final de
la Historia, sino el principio de un nuevo tipo de historia, con la
preponderancia de la ideología neoliberal y el encaje en un sistema globalizado
del que hoy somos dependientes y ejecutores. Ese ambiente fraguó en la
supremacía moral del liberalismo, desatado de otro contrapeso que le
cuestionase sus valores y pragmática.
Así, cuando en ese contexto José María
Aznar declara que él y el PP son el nuevo referente del centro liberal, no hace
más que poner en evidencia una realidad y un deseo: recalcar su doctrina
ideológica y atraerse a más partidarios. Mientras, el PSOE se autoproclama
partido de izquierdas, pero atrás ha dejado el marxismo –en el complicado
Congreso de Suresnes reniega de tal axioma–, y su política económica no dista
mucho del respeto al liberalismo y al mercado. Una socialdemocracia mal avenida
con el sentimiento izquierdista más puro.
Lo que intento explicar, pues, es que la utilización del
término “centro” carece de sentido, puesto que nos colocaríamos en un no-lugar,
etéreo e inconsistente, olvidándonos de que lo primordial es el tipo de
políticas que se lleven a cabo, más allá de las intenciones pactistas para llegar
a acuerdos con los contrincantes.
Otro ejemplo, esta vez más próximo, lo tenemos en Canarias
con el Centro Canario Nacionalista (CCN), del que desconocemos sus principales
tendencias programáticas, pero que ha sabido entenderse fácilmente con fuerzas
conservadoras –pongamos por caso el Ayuntamiento de Telde–, o que se suma a
planchas insularistas como la reciente y polémica “Unidos por Gran Canaria”.
También es cierto que al CCN le lastra otro calificativo no menos complejo, el
del nacionalismo, que requiere aún de un estudio estructural para todo el
Archipiélago. Sin embargo, aunque no debo extenderme mucho ahora sobre este
particular, sí que parece obvio que también dentro del nacionalismo caben
distintos perfiles, con igual o superior indefinición que en el centrismo, por
las diferencias evidentes habidas entre los planteamientos de Coalición
Canaria, de Nueva Canarias, del CCN o, incluso yendo más allá, de Convergència
i Unió, del PNV, etc.
La idea fundamental, en definitiva, es que no valen eufemismos ni medias tintas,
sobre todo porque la ciudadanía está solicitando la enérgica actividad de sus
representantes, sin esconder la cabeza en abstractas fórmulas, sino siendo
claros y precisos en sus premisas.
Aquí radica, en última instancia, una de
las mermas que se les achaca a Podemos y a Ciudadanos, su falta de definición,
su manifiesta ambivalencia. Habrán entendido, quizá, que “a río revuelto
ganancia de pescadores”, es decir, que su no concreción podrá permitirles el
voto de más personas. Pero eso demostraría la existencia de un cálculo
soterrado, hasta cierto punto indecente: si alguna vez acceden a los puestos de
gestión pública, muchos pudieran no comprender luego las medidas que realicen.
Por eso es más necesario que nunca abandonar medias verdades como las del
centro político, ir de frente y apostar por explicar de forma diáfana lo que se
quiere y no se quiere hacer. Porque una democracia moderna y de calidad no se
anda por las ramas.
VEGUEROS S.M.